Despertar

La palabra “irritante” queda descartada por insuficiente. Odioso. Funesto. Nefasto. Nada alcanza para adjetivar al estridente sonido del reloj despertador. A veces consigo despertar a las 5:59 de la mañana, justo antes de que suene. Pero no hoy. Hoy me ha arrancado violentamente del cálido seno del sueño. La añoranza que siento por el maternal abrazo es sólo comparable al inmenso odio que profeso al insidioso pitido.
¿Pero qué estaba haciendo? ¡Ah, sí! Estaba a punto de terminar mi ópera prima, ni más ni menos; la mejor idea de mi vida. Ya se esfumó, por cierto. De seguro en esta ocasión pude habérmela robado del fantástico país de Oniria y sin duda, de haberlo conseguido, habría corrido a mi viejo estudio para empezar a materializarla. Pero no. Se perdió para siempre y todo gracias a la puta alarma.

Gajes del oficio

A su espalda, el cadáver emitió un extraño sonido; una especie de exhalación sostenida que erizó cada uno de los vellos corporales de Noé. Sus manos en torno a la escoba comenzaron a temblar ligeramente y fue necesario reunir mucho valor antes de animarse a voltear.
Nada. Aparentemente todo en orden. Silencio y nada más en aquel frio sótano repleto de barriles, frascos y raros aparatos. Sobre la plancha de metal, sin ningún cambio de como lo vio la última vez, yacía el cuerpo desnudo de un hombre. Le calculaba unos cincuenta y tantos por las arrugas y su cabello cenizo; mostraba algo de sobrepeso y por la naturaleza de los tatuajes en sus brazos dedujo que quizá había pasado alguna temporada o dos en algún exclusivo resort de máxima seguridad. Noé no sabía qué le causaba más grima, si los negros hematomas en torno al cuello, la cara hinchada, la lengua morada y abultada, o bien la horrible incisión en forma de “Y” en el tronco. Era la primera vez en sus veintiséis años de vida que veía un cadáver en esas condiciones. Había visto, desde luego, algunas personas dentro de ataúdes, pero nada como aquello.

Motín en el infierno

La grotesca mano de mi verdugo gira la manivela y mi cuerpo colgante desciende un poco más; ahora el hirviente aceite envuelve mis pies y no puedo contener los gritos de dolor. El hijo de puta ríe a carcajadas; su monstruosa cara, a escasos centímetros de la mía, me salpica con su corrosiva saliva y llena mis pulmones con el infernal tufo de sus fauces, que por sí mismo es castigo suficiente.
Como siempre, es en este momento que toda mi vida, todos mis errores, todos mis pecados, desfilan ante a mis ojos, recordándome quién soy y lo que hago aquí. Mi verdugo se encarga de recitarme los momentos más infames de mi banal existencia.